El desarrollo de nuestra civilización ha modificado, y en muchos casos de manera substancial, el paisaje terrestre. Las ciudades y poblaciones en los que vivimos, así como los campos de los que obtenemos nuestros alimentos han removido a los ecosistemas originales, han secado lagos y ríos (como en el caso de la Ciudad de México) o incluso ganado tierras al mar (como en Tokyo, la capital de Japón). También hemos llevado a la extinción a nuerosas especies y hemos sobrecargado la atmósfera con gases y contaminantes que causan cambios en el clima, todo ello para establecernos y permitir que nuestra ciudades y pequeñaos poblados sigan creciendo.
Las poblaciones de las que formamos parte ejercen sus impactos en el ambiente a través de un variado conjunto de actividades productivas, entre las que destacan la agricultura y la ganadería, la industria, el desarrollo urbano (en forma de crecimiento de las ciudades y poblados y su infraestructura asociada) y el turismo, entre muchas otras. A través de estas actividades obtenemos los bienes que observamos a nuestro alrededor y los servicios con los que satisfacemos nuestras necesidades diarias.
Uno de los puntos más importantes a notar es que, puesto que los elementos del ambiente están estrechamente interrelacionados, los problemas ambientales que afectan a uno de los elementos tendrán, en corto, mediano o largo plazo, algún efecto directo o indirecto sobre uno o más de los restantes elementos.